Gushuc, la hacienda donde solíamos pasar vacaciones, era el sitio más hermoso y agreste de las inmediaciones de Cuenca.
Extensa, fértil y pintoresca playa, formada por una estribación de la cordillera sur, y regada por las limosas aguas de la quebrada de Gushuc, que corre delante de ella. La casona de hacienda, ampplia y de dos pisos, estaba rodeada de jardines y alfalfares, prados y huertos de rica y variada flora. Enmarcaban el paisaje los cerros de Turi, el famoso Talanquera y las pintorescas colinas que se interponen ocultando las vegas del Narancay y las del Tarqui.
En 1845, cuando la Convención en Cuenca, don Jerónimo Carrión, nuestro tataradeudo, dueño de esta propiedad, recibió en ella a sus colegas Rocafuerte y Olmedo, ofreciéndoles unas horas de grata estadía.
Al pie de la casa de hacienda corre, o mejor dicho, se aduerme, el río Tarqui, formando ancho remanso, tal vez de tres hectáreas, en cuyas orillas se yerguen, a cortos trechos, viejos y corpulentos sauces, llamados de Babilonia, dando poética penumbra al río. Tocándose las copas y entrelazándose las ramas, forman, a cierta altura, uno como techo de esmeralda, en toda la extensión del riente y dormido cadoso: espesa fronda, convertida en jaula de pintadas y canoras aves, por lo cual, en las noches claras, apenas pueden tamizarse los rayos de la luna.
Las tardes de vacaciones, que siempre son de estío, mi familia toda salía a navegar en ese lago, sobre una ancha balsa, formada con magueyes. Mis padres y hermanas, ocupaban el estrado; Alejandro la manejaba, desde la popa, con una larga y fuerte palanca; con otra, defendía Leoncio la proa. Yo, como era todavía pequeño, iba pegado al regazo de mi madre.
De pronto, Alejandro comenzaba:
« Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela...»
Iba deslizándose la balsa por el espejo túrbido y dormido, mientras la canción sugerente y evocadora, interrumpía el silencio de esas poéticas e inolvidables noches de luna...
¡Vívidas escenas de los días que se fueron, cómo vuelven a mi mente, atormentando mi espíritu y renovando dulcísimos recuerdos...!
« Y si pierdo,
qué es la vida,
Por perdida
yo la di... »
La voz de mi hermana Rosa Elena, de suavidad y dulzura incomparables, esta vez elevábase poderosa, con una fuerza tal que dominaba el orfeón. Todos los hermanos cantábamos en coro. Eran ocho voces de buen timbre y perfectamente concertadas que, al compás de las palancas y los cascabeles sacudidos por los grillos de la orilla, interpretaban las inimitables estrofas de EL PIRATA, de Espronceda.
La brisa de la noche obligaba a nuestros padres a buscar el refugio de la casa, y dejábamos atada la balsa a un sauce de la orilla, esperando la próxima tarde, para continuar en nuestros lacustres esparcimientos.
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Pierre-Auguste RENOIR, Canotiers à Chatou, 1879.
Tomado de la obra de Alfonso Andrade Chiriboga, De tejas adentro (1953)
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